Yo, hereje.



Cuando me fui, flotaba de felicidad; aun encontrándome con una vida social muy pobre, muy dañada, y con unos aprendizajes transversales que me ha costado décadas deshacer. Yo, precisamente yo, no me puedo quejar, porque jamás me entregué a nada que mi conciencia considerara malo; jamás.

Me perjudicaron poco, y saqué mucho de bueno. Aprendí a luchar contra aquello de mí que podía dañar a otros; aprendí a creer en el perdón sin límite; descubrí la belleza de la vida con sus cruces y sus estrellas; asumí las formas de una persona culta y aprendí a amar la cultura, el saber, las personas. Debo decir que algunas de las cosas que aprendí fueron las que después me sirvieron para irme.

También me perjudicaron. Me alejaron, disimuladamente y con estrategias diversas, de las chicas; indirectamente intentaron convertirlas, en mi mente, en el camino de la perdición. Digo “intentaron” porque jamás lo consiguieron; pero, puesto que yo pasaba muchas horas con ellos, y ellos eran a las mujeres lo que el aceite es al agua, pues me acabé aislando de la mitad de la humanidad. Determinaron la pobreza de mi vida social; trataron de sustituirla por una extraña vida en un extraño lugar al que llamaban familia y que quizá para algunos lo era; para mí, jamás lo fue, y así se lo solía decir a ellos.

Y es algo que siempre me ha extrañado. ¿Por qué no me echaron? Cuando yo les decía que tenían comportamientos sectarios, que no aceptaban el ecumenismo de la Iglesia, que el matrimonio no era un camino menos santo que el celibato, que los que no renunciábamos a procrear no éramos clase de tropa. Que en la Iglesia había muchas teologías, no solo la que ellos seguían. Que había protestantes que eran santos. Que un día les explicaría a mis hijos que hubo unas personas que maquinaban para que no nacieran. Que si mis padres se hubieran topado con ellos antes de mi existencia, yo no habría nacido nunca, ni mis entonces futuros hijos. Que no hacían bien diciéndome que solo los hijos de los ricos podían ser supernumerarios porque ya daban dinero, y que como yo no daba dinero tenía que renunciar al matrimonio. Que, viendo la poca caridad del director del centro, estaba valorando si ser del O.D., porque si ese director, después de tantos años, era tan hijo de puta, quizá el O.D. no servía como camino de santidad. Que yo llevaba los zapatos sucios porque me daba la gana llevarlos sucios. Que, si me apetecía, me levantaba a las once un sábado, y que ser libre en ese sentido, y en todos, era de lo más heroico que existía. Que no me hablaran mal de mis compañeros, porque ellos tenían derecho a no seguir mi camino. Que no iba a hacer proselitismo, porque ni yo mismo tenía claro que valiera la pena unirse a esta panda de sectarios. Y que jamás renunciaría al matrimonio, porque no me daba la gana, y porque era una libertad que el mismísimo Dios deseaba para cualquier ser humano y que dependía exclusivamente de mi decisión. Que quizá los directores tenían gracia de estado para saber cosas de mí, pero que yo tenía estado de gracia para tener vía directa con Dios, y que mi decisión sobre mi vida veía más que la mirada de mil directores.

Y, después de decirles todo eso, no me echaron. Tuve que ser yo quien se largó. Y me sentí muy feliz, no del hecho de irme, sino de la evidencia de que no me habían cambiado en lo esencial; de que seguía viendo las cosas como eran.

Años después, continué evolucionando, y hoy ni siquiera soy cristiano; por lo menos en el sentido religioso. Pero creo profundamente en Dios, aunque no creo que Jesús sea Dios. Fue divinizado por las primeras comunidades cristianas. La divinización es muy característica de la especie Homo sapiens. Si no vigilamos, nosotros mismos acabaríamos divinizando a Maradona, a Messi o a Suso. Pero, aunque no crea que Jesús era Dios, ni que él mismo lo creyera, sí que me considero fiel a casi todas sus enseñanzas; a todas no, porque, como ser humano sumergido en la Edad Antigua, en algunas cosas no era objetivo.

Por eso soy hereje. De momento.

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