Los, los leones... No, no, nos van a comer!
Roma. Finales de marzo o principios de abril de 1986. Decenas de adolescentes rebosantes de hormonas entran en las profundidades de las catacumbas. El techo es bajo; las paredes del túnel dejan un pasadizo estrecho. En las mismas paredes, orificios a modo de nichos sin lápida dejan ver huesos, calaveras, polvo humano descompuesto. Una luz tenue, macabra y sugerente nos sumerge en un ambiente de película de Semana Santa. Los buenos chavales, como yo, se emocionan pensando en los primeros cristianos: sus cánticos, su fe, su lucha, su miedo. De repente, uno de los que nos dirigían —el más macarra, delgaducho y con un bigotillo bien cuidado— empieza a cantar como un poseso con la melodía de un tradicional desfile norteamericano: Los los leones... No no nos van a comer... Los los leones... No no nos van a comer... A su voz socarrona se unen las voces de los hormonados que le seguíamos, los cuales nos esforzábamos por no romper a reír. El macarra era Suso Mendive, y uno de los hormona...