Todo tiene sentido



Abunda el escepticismo. Incluso en las personas creyentes abunda el escepticismo. Y no me refiero al escepticismo necesario en el método científico, sinó al escepticismo en la actitud vital. El escepticismo en el que hago incapié y que es perjudicial yo lo definiría como la actitud que nos mueve a desconfiar de la bondad de todo, a dudar de la existencia del misterio, o a no esperar en la ayuda del azar de la vida.

Parece que la desconfianza en el azar de la vida sería lógica teniendo en cuenta que el mismo Cristo fue abandonado por Dios a una muerte de cruz. Si Dios no salvó a Jesús del dolor más terrible, ¿Por qué iba a hacerlo conmigo? Pero el caso es que Jesús aun y sabiendo o intuyendo cual sería su fin no dejó de creer ni de esperar, por lo menos mientras tuvo clara su mente.

El dolor, la derrota, la muerte, la injusticia, el fracaso, el maltrato... Cualquier desventura que nos pueda suceder no es más poderosa que la esperanza, que la convicción absoluta de la presencia de un espíritu de amor que llena la naturaleza y que nos cuida.

Todo tiene sentido. En cada hoja, en cada piedra cubierta de musgo, en el cielo gris o en el cielo azul, en el Sol, en el aroma del bosque, en el rugido del mar y en los efluvios de sal que nos limpian los pulmones, en cada trocito de piel morena, en el silencio... Todo tiene sentido. En todas partes se extiende su presencia. De todo ser emana su palabra. No se puede hacer nada más que creer, creer que la vida es un milagro, que siempre estarà empapada de misterio, que viajamos hacia la fiesta más indescriptible, que todo vale la pena, que volveremos a reir con tantos que se han ido, que detrás de los silencios hay corazones que nos escuchan; y que mientras amemos a cambio de nada, habrá alguien que ama a cambio de nada. Nosotros podemos contribuir con nuestro ser al bellísimo misterio del sentido de la vida.

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